C-58

novela de Mario Gallo por entregas

lunes, 9 de marzo de 2009

A modo de inicio

Por lo demás, escribiendo estas páginas descubrí

que lo demasiado real, al ser tocado por las palabras,

ingresa a una región parecida a la de los sueños.

Abelardo Castillo





The creatures outside looked from pig to man,

and from man to pig,

and from pig to man again

but already it was impossible to say which was which.

George Orwell






domingo, 8 de marzo de 2009

1. Árboles testigos

Kien escuchaba en silencio la historia de Tung, pero apenas lograba concentrarse. No podía dejar de pensar en la muerte de Quang, en la risa de éste y en la granada, hacía nueve años. Según los soldados que relataban tan místicos sucesos, cuando un dolor físico era muy intenso, en ocasiones se mezclaba con la tierra y crecía con los árboles de la jungla. Existía la posibilidad de que tan desesperadas tragedias fuesen la causa de esos sonidos fantasmagóricos que se oirían siempre recreando los sufrimientos del pasado.

Bao Ninh

El dolor de la guerra

sábado, 7 de marzo de 2009

2. La conversación eterna (I)

CUADRO PRIMERO

Un cielo azul metalizado. La Cruz del Sur bien definida. En el centro de una rotonda perdida en el culo del mundo, un ombú con sus ramas peladas y raíces como garras gigantes formando caprichosa cueva, testigo privilegiado de la historia local. Fantasmas en el mejor momento de sus capacidades mentales, reunidos por cuestiones de los sueños y los caprichos de alguien que va camino al olvido, discuten despreocupadamente en este paisaje arbitrario y ajeno.

Eric Arthur Blair. -(Rompiendo el silencio) Quien controle el pasado, según versa el slogan partidario, controlará el futuro. Yo digo, señores míos, (el índice que apunta al firmamento): quien controle el presente, controlará el pasado.

François Marie Arouet. -(Aplaudiendo excitadamente) ¡Muy bien, muy bien, excelente, camarada! No tengo duda que esa frase quedará en los anales de la historia, si no es que ya ha quedado, para salvaguardar futuras generaciones. ¿Y sabe por qué aplaudo su idea? Por una razón muy simple y sencilla: porque hay verdades que no son para todos los hombres, ni para todos los tiempos.

Eric Arthur Blair. –Por eso nosotros en uno de nuestros últimos grandes conflictos sentenciamos noventa y nueve años de secreto militar. Y el pueblo, para bien o para mal, estuvo de acuerdo. Eso deberían hacer todos los países que quisieran ser de avanzada. Deberían entender la política de Estado como la única forma de construir un país en serio, y desentenderse de esos soñadores empedernidos que a la larga o a la corta siempre los conducen al caos y a la incertidumbre. Basta de demagogia. Basta de memoria a medias. La memoria sin razonamiento es un ejercicio improductivo y peligroso. Basta de revolver y revolver como cirujas en la mugre. ¡Basta, por favor!

El Glotón o El Loco. –Es cierto, Eric. Sí, es cierto. A veces, es necesario preservar nuestras acciones de la chusma. Hay que hablar, hay que discutir, pero hay que hacerlos participar lo menos posible. O lo que sería mejor: nunca. Suena un poco... antidemocrático, pero es preferible antes que el desborde arrollador.

François Marie Arouet. -¡Bien dicho! Apruebo eso también.

El Glotón o El Loco. –Gracias, amigo mío. A propósito, recuerdo, como en un sueño, cuando la gente se nos acercaba a preguntarnos por qué combatíamos. Y yo, una noche de insomnio y plagada de pensamientos lujuriosos que invocaban a una adolescente conquistable, tomé pluma y papel y le escribí al héroe de Pavón: La gente es rara. Esa gran puta famélica que es la gente necesita que le procesen las ideas, los motivos, las estrategias, como papilla para bebé. Luego, cuando la gente sale graciosamente de la anarquía, cuando todo vuelve de la noche a la mañana a la normalidad, cuando se siente segura en las calles o en la campaña acompañada de sus familiares y amigos, olvida, rápidamente. La gente es desagradecida. La gente, le repito, se parece a una formidable puta famélica. Entra y sale de la habitación como si nada. Hoy está con uno, mañana, quién sabe. Yo, que en un acto de justicia puro declaré ladrones a los montoneros sin hacerles el honor de considerarlos partidarios políticos ni elevar sus depredaciones al rango de reacciones; yo, que exterminé a cuanto caudillo rompe-pelotas azotó al país, los miraba a los ojos, a cada uno de esos individuos, esos que como oligofrénicos preguntaban por qué combatíamos, y a su vez trataba de guiarlos, no sin cierta decepción, haciendo uso de la mayéutica aristotélica: Pero... ¿acaso no se dan cuenta? Y el silencio me taladraba el cerebro. Es sencillo. Tan sencillo como cuando establecí en aquel documento, en derecho, la guerra a muerte. Porque ése es el derecho de gentes: la guerra civil establece los derechos de los sublevados a ser tratados con las consideraciones debidas al prisionero de guerra. Cuando a ciertos hombres no se les concede los derechos de la guerra, entran en el género de los vándalos, de los piratas, es decir, de los que no tienen comisión, ni derecho para hacer la guerra, y por la propia seguridad es permitido quitarles la vida donde se les encuentre. ¿Ahora entienden? ¡Abran los ojos, carajo! Combatimos para devolver a las ciudades su vida propia. Y algunos, beatos de mierda, persignándose una y otra vez, me acosaban: ¿Cómo? ¿Cómo puede ser que un creyente como usted, con una madre devota de los Santos Evangelios, con parientes entronados en la Santa Iglesia, reniegue de Dios, de todo lo que Dios significa y, por sobre todo, se exponga irracionalmente al castigo Divino? Y yo les decía, primero con los ojos y luego con voz de trueno, a sabiendas de que mi causa estaba perdida de antemano: Deberían conocer, ignorantes desagradecidos y mezquinos, que la Nación está primero, y si uno está convencido de que la Nación está primero, entonces, Dios definitivamente no existe.

(Silencio)

Fedor D. –En tal caso, amigos, si Dios no existe, ¿podríamos aventurarnos a sentenciar que... todo está permitido?

(Silencio prolongado y reflexivo)

François Marie Arouet. –Bueno, bueno, creo que esto se está poniendo peligroso. Estamos en presencia de un verdadero dilema o, si ustedes prefieren, de una verdadera tragedia. Se me ocurre, a fin de continuar con esta tan interesante conversación filosófica a la luz de la luna, que si Dios no existe o dejara de existir, digo, ¿no sería necesario inventarlo o, mejor dicho, reinventarlo?

(Todos los fantasmas se miran entre sí buscando alguna respuesta)

(Alguien baja de la copa del ombú despaciosamente, como un gato; todos se alteran)

Exteban Expósito. -Caballeros, he seguido atentamente sus palabras y creo que ustedes no se han dado cuenta de algo. Y, por otro lado, debo confesar que me sorprenden. Lo realmente trágico, distinguidos señores fantasmitas, es que, les guste o no, todo está permitido siempre, exista o no exista Dios.

El Glotón o El Loco. –Usted no tiene derecho a meterse en una conversación privada. Y menos siendo un simple personaje de ficción. Los personajes no tienen alma. En todo caso, tendría que estar aquí su alter ego, pero todos bien sabemos que, al menos en este momento, todavía está vivito y coleando. ¡A ver! ¡Que alguien haga algo!

Fedor D. –Calma, calma, mi estimadísimo maestruli, dicho esto con todo respeto, claro está. Ese carácter irascible lo va a matar... por segunda vez. Y no quisiera verlo padecer nuevamente el bronce trepando por sus piernas. Debe ser una sensación realmente desagradable. Mire que ocurrírsele decir semejante cosa en tales circunstancias. Sólo un genio como el suyo es capaz de algo así. Piense. Analice. Considere. El concepto del señor, más allá de que esta cosa sea un personaje de ficción o alter ego de vaya uno a saber quién, y que, además, no tenga los más mínimos modales como decir “buenas noches”, nos guste o no, es coherente y ayuda a nuestra causa.

Exteban Expósito. –Che, paren un poco. Reconozco que no saludé al bajar del árbol y todo lo que ustedes quieran, pero en ningún momento dije que adhería a esa causa que ustedes defienden con tanto ahínco. Es más, todo lo contrario, me parece un despropósito. Porque los organismos de derechos humanos...

Mac El Cazarojos. –¡Por favor, caballero, no empiece a romper las pelotas con los derechos humanos! Los derechos humanos son sólo una metáfora, un mal... necesario. ¿No se da cuenta de que gente de su ralea cuando tienen la manija son los primeros en cagarse en ellos? Y además, no perdamos más el tiempo discutiendo nimiedades o hablando de Dios como si estuviésemos en verdad en un maldito curso de filosofía. Ni discutiendo con este bleeding heart.

El Cholo o El Tape de las Misiones. -Señores, tal vez yo, como actor privilegiado de las acciones que dieron origen a estos confines olvidados por cualquier divinidad que consideren y adoren sus actuales habitantes, y más allá de todos estos conceptos, fundamentados por cierto por tan distinguidos pensadores, incluso... incluso las ideas del señor Expósito, o las de su creador, que para el caso viene a ser lo mismo por más que se esconda detrás de lo que él llama “ficciones”, deba recordarles que, lejos de lo que la mayoría estime qué es mejor hacer en determinadas circunstancias, circunstancias que, por otra parte y hablando con total sinceridad, están siempre más allá del living de sus casas e incluso de su comprensión, no hay que aprobar jamás, escuchen esto, ¡jamás!, que un hijo del país se una a una nación extranjera para humillar a su patria.

Exteban Expósito. -¿Aunque La Ira Divina o el pueblo nos cuelgue en la Plaza Mayor?

El Cholo o El Tape de las Misiones. -(Mirándolo fijo a los ojos) ¿Qué duda le cabe, m´hijo?

El Glotón o El Loco. –Entonces, Caballeros, que no se hable más. Brindemos por nosotros, por el bronce que perpetua nuestras almas y, por sobre todo, por nuestras más profundas convicciones.

Exteban Expósito. -¿Brindemos? Brindemos, las pelotas. Yo con ustedes no brindo un sorete, manga de putos.

viernes, 6 de marzo de 2009

3. Los Jardines del Olvido

Libros. Libros. Libros. La biblioteca repleta de libros. La mesa del estudio repleta de libros. Es que, con el tiempo, sintió una profunda necesidad de saber, una rabiosa necesidad de arrancarse la oficialidad de los hechos y de la engañosa no oficialidad de los mismos, de arrancarse lo aprendido en la escuela, de arrancarse lo vomitado por los medios, de arrancarse los comentarios inescrupulosos e infundados, como una serpiente se arranca la piel a medida que su cuerpo inevitablemente crece al compás de los ciclos de la vida. Y fue así que se lanzó a los libros y a los materiales más heterogéneos con un apetito demencial con el fin de encontrar alguna respuesta o, tan solo, alguna voz distinta a la escuchada hasta ahora.
Libros. Libros. Pilas de libros. Las espaldas cubiertas por infinidad de libros. Libros en inglés, en castellano, en francés, en alemán. Una inmensa torre de Babel dispuesta a calmar sus deseos de respuesta en un país y en un mundo sin respuestas o donde las respuestas continuaban siendo aún escasas. Había que evitar seguir perdiendo el tiempo. Pero el tiempo, paradójicamente, era lo que menos sobraba. Había que reconstruir su memoria, una memoria compuesta, en gran medida, por basura y desperdicio atiborrado por años, por generaciones, por siglos. Una memoria superpoblada por los “otros”. Tenía que encontrarse con su propia voz. Aunque a veces pensara que la confusión lo estaba cercando. No hay nada más triste que conocer más y estar cada vez más lejos de la verdad, se decía.
Y no supo muy bien cómo, pero de buenas a primeras, mientras observaba molesto la luz titilando por la baja tensión, mientras su oído se percataba de algún perro ladrándole a la nada, se encontró recorriendo los jardines del olvido o en presencia del punto exacto donde comenzó su rebelión.

jueves, 5 de marzo de 2009

4. Hola... ¿Está Daniel?

Cuando el portero eléctrico sonó, pensó en Esteban, el encargado. Esteban siempre acostumbraba romperle las pelotas los sábados por la mañana con alguna pregunta. Preguntas sin sentido, la mayoría de las veces. Cualquier cosa. Esteban, con sus pestañas largas, negras y arqueadas, se la pasaba sentado en los escalones de la entrada del edificio, mirando pasar los autos, que ciertamente eran pocos. Hacía sus cosas bien temprano y rapidito y después quemaba el tiempo mirando autos, o la nada, enfrascado, a lo mejor, en recuerdos pueblerinos, recuerdos con sabor a semillitas de piquillín o tala, hasta que lo asaltaba alguna cuestión y su dedo índice no dudaba en chocarse certeramente con el timbre del departamento de Daniel. Más allá de este detalle minúsculo, si se quiere, llamado “Esteban el encargado”, el barrio era tranquilo. Daniel decía que se parecía bastante a su barrio, su barrio de soltero. El barrio de los potreritos y los barriletes, el de las viejas intolerantes ante la trouppe de ciclistas decididos a embarrar las veredas recién baldeadas, el de los quinotos, nísperos y mandarinas robadas a granel a la hora de la siesta para luego saltar tapiales con calidad de atletas olímpicos. Barrio de casas bajas, jardines al frente y aroma a fresias o madreselva. Al menos donde vivía él. O, mejor dicho, donde vivió él. Todavía no se acostumbraba a usar el pasado terminante y demoledor. Pero en su barrio de casas bajas no existía un mamotreto como éste, su nuevo hogar. Aún no. Y aquí tampoco podría haber existido un mamotreto así de no haber mediado, cosa que era vox populi en charlas furtivas, alguna que otra moneda en la muni. Porque seguramente eso fue lo que pasó. Pero la gente aún no se atrevía a decir, por esos tiempos, las cosas en voz alta. No como ahora. La gente susurraba lo más bajo posible sus subversivos pensamientos. Y no era para menos. El pasado estaba muy cerca. Muy caliente todavía. Tan caliente que no se dignaba a ser pasado. No muy alto el mamotreto: 8 pisos, nada más. Pero lo suficientemente alto como para romper con la armonía de años y años. Armonía que Daniel jamás conoció, pero que se imaginaba. Marcia se lo había contado. Y Marcia, cuando contaba, tenía el don de hacerle ver a Daniel lo que ella quisiera. La mosca en la sopa o el grano en el culo. Según su intolerancia mental, querido lector, se lo permita. La gente ya se había acostumbrado. Por su parte Esteban le contó que al principio la gente puteó y reputeó, y se preguntó, tarde: cómo, quién, entre otras cosas. La gente, sentenció Daniel, es sistemáticamente boluda. La gente no puede hacer dos cosas a la vez. La gente no puede manejar su vida y controlar a los sátrapas que vota en las listas sábanas, y que continúan y continuarán engañándola por el bien de la República. Acto seguido, sin que nos demos cuenta, en silencio y con la luz prendida, el Honorable Consejo Deliberante delibera, como debe ser, fundamenta en la voz de algún tilingo doctor o carbonero, como debe ser, vota unánimemente por la re-zonificación, como debe ser, aplauden, como debe ser, y cada uno de sus integrantes se va derechito a su casa a sacar cuentas personales para el futuro. Acto seguido, sin que ninguno de nosotros se dé cuenta, en silencio y con la luz prendida, aparecen las moscas en la sopa, los granos en el culo o los mamotretos rompedores de la ancestral armonía visual, de la nada, como hongos luego de la lluvia gentil. Y por ahí, a modo de justificación, como queriendo deslindar responsabilidades, o como aceptando sumisamente lo irremediable, a alguno se le escapa el argentinísimo razonamiento irreflexivo que decreta que, al menos, estamos en democracia.

-¿Sí? –preguntó con desgano, mientras elaboraba rápidamente una excusa para sacarse al pesado de Esteban de encima.

-Hola... ¿Está Daniel?

Esa voz. Pensó que por un momento el tiempo y el espacio se habían trastocado. Pero si justo ayer o antes de ayer le contaba a Marcia las peripecias junto a ese secuaz y se había preguntado también qué sería de él en ese preciso instante. Pero Daniel hacía tiempo que no creía en las coincidencias, ni en el azar, ni en nada donde no interviniese lo netamente calculable. Las cosas para él ya no pasaban porque sí. En algún lado todo estaba escrito. Lo que él decía estaba escrito para que él lo dijese. Quien pronunciaba su nombre en ese preciso momento, lo pronunciaba porque estaba escrito de antemano que ese sábado y no otro debía pronunciarlo en ese portero eléctrico y no otro después de apretar el botón que indicaba séptimo “A”, su aún flamante departamento de casado.

Y con ese simple “hola está Daniel”, esa mañana de sábado que implacablemente pronosticaba ser monótona como todas las mañanas de sábado de su actual existencia, se sometió, no a la voluntad del hombre, sino a la voluntad terminante del Libro de Dios.

miércoles, 4 de marzo de 2009

5. Un fitito azul metalizado

A la salida del ascensor, el reencuentro los unió en un abrazo silencioso.
Dos viejos amigos rompían el olvido y la distancia con un simple abrazo, prolongado, sin patetismo.
Diez años de tiempo cronológico.
Diez años desde aquel día tan esperado, aquel día marcado con un gran círculo rojo en un almanaque.
Daniel hoy guarda celoso ese almanaque en la mesa de luz de su habitación en la casa paterna. No es un almanaque cualquiera: es el almanaque que estaba pegado en una pared de la oficina de Control Terrestre y que servía de cuenta regresiva y diario "íntimo" al mismo tiempo en esa lejana época de colimba.
En varias ocasiones, Daniel, recostado en su cama de soltero, testigo privilegiado de sus sueños y de sus pesadillas, de los pensamientos más pueriles y de los más obscenos, de las lecturas prohibidas y de los toqueteos complementarios a esas lecturas prohibidas, de los sacudoncitos eléctricos que contrajeron los músculos de todo su cuerpo al delinear la dual redondez de los pechos de Marita, mientras que las lenguas de ambos se entrelazaban y retorcían dando la formidable impresión de estar apareándose, rescató del abandono, de la oscuridad y el húmedo frío contenido en la mesa de luz de su habitación en la casa paterna, ese almanaque, y observó y constató con sorpresa, que ciertas anotaciones, ciertos garabatos, ciertas frases alocadas o no, parecían tan incomprensibles e indescifrables como ajenas, como si estuviesen más allá de las personas que pudieron haber hecho de ese papel un modesto medio para comunicarle al presente, o al futuro, sensaciones, frustraciones o simplemente algún que otro deseo. Parece mentira como algo en principio sin valor, con el tiempo, al menos para uno, pueda convertirse en un invaluable tesoro con sólo haber registrado un pedazo de existencia común.
Diez años de tiempo cronológico. ¿Cuánto del otro tiempo donde los relojes no tienen cabida y se derriten sin pena ni gloria?
Se apartaron un instante para observar los estragos en sus respectivas humanidades.
Abelardo: el pelo más largo y rubio que nunca. La voz más gruesa por la rutina del faso negro, a lo mejor, incrementada. Las patas de gallo en franco desarrollo.
Daniel: patillas, bigote y, por qué no, algunos kilos de más que delataban y acentuaban su reconocida predilección por el buen comer y, sobre todo, el buen chupar.
Sin embargo, se podría decir que, al menos daba la impresión, las carrocerías podían seguir dando pelea.
Entraron.
El comedor, en semipenumbra.
Daniel sirvió algo para tomar y Abelardo le ofreció un cigarrillo. El alcohol entonó los gargueros y encharcó los estómagos de a poco; el humo se estancó en el ambiente y se hizo más serpenteante en el rayo de sol que se colaba por una varilla rota de la persiana plástica.
Diez años de tiempo cronológico. ¿Cuánto del otro tiempo donde los relojes no tienen cabida y se derriten sin pena ni gloria?
Hablaron.
Hablaron de sus vidas actuales.
De sus carreras.
De sus proyectos.
De sus mujeres.
De líderes.
Del presente.
De la familia.
De cómo pasa el tiempo.
Daniel recordó que cuando ese día, el de la baja, se transformó en un hecho concreto, lo último que compartieron fue esa sensación volcánica, casi bestial, de querer tirar todo por la ventana. Desprenderse, distanciarse de esa carga inútil. Estaban hartos. Estaban sedientos. Como fieras. O como ratas. Mandar a la mierda todo eso era lo que más deseaban. La libertad, como la salud, sólo se aprecia cuando se pierde. Al principio, coincidieron en que, de regreso a sus antiguos mundos, no habían sabido cómo aprovechar ese tiempo añorado y nuevo con la pasión con que lo habían cargado en esos planes meticulosamente pergeñados, casi en medio de ensoñaciones. Y ahora qué, pudo haber sido la pregunta natural. Sin embargo, ese momento significó reencontrarse con el bastión arrebatado y, todo lo demás, un recuerdo, vidrioso y traicionero. Tan vidrioso y tan traicionero como todo recuerdo.
-Llamé a tu casa y tu vieja me dio la dirección –explicó Abelardo-. Te juro que no lo podía creer cuando me dijo que te habías casado. Estuvimos charlando más de media hora. Se acordaba de las milanesas con ensalada de papa y cebolla que llevaba de tanto en tanto para almorzar allá en Control. Mi madre se ponía muy contenta cuando le contaba que a vos te gustaban tanto. Mirá a Danielito casado... Es de no creer. Y me parece que ella tampoco lo cree después de... ¿tres años?
-Sí, tres años. Y la verdad es que estoy feliz. Y mi vieja es una rompe pelotas. Pero está todo bien. Ella en su casa y yo en la mía. Casarme fue una buena elección. De lo contrario, hubiese enloquecido en mi casa. ¿Y vos?
Abelardo apuró el resto del fernet antes de contestar.
-No, Macho. Yo estoy bien así. Al menos por ahora –y decía esto mientras encendía otro cigarrillo y con el dedo índice apuntaba al interior del vaso requiriendo otra vuelta. Después continuó.
-Me recibí de ingeniero electrónico como quería mi viejo, y tengo unas canchas de paddle con un socio que funcionan bastante bien como quise siempre yo. Voy, miro, hago algunos sociales, junto la guita y me las pico. Me meto en algún bar perdido en la ciudad a tomar algo mientras pienso. Acá en esta Argentina, hay que estar siempre pensando para no llevarse sorpresas desagradables. Hoy es el paddle, mañana qué sé yo. Acá en esta Argentina, el presente se desmorona a cada segundo. A veces me quedo un rato más charlando con alguna que otra “viejita” a la que el marido no le da más bola. Y a veces con esas viejitas hago un poquito más que charlar –y se rió con ganas-. También salgo con una pendeja modernosa desde hace dos años. Bárbara se llama. Nombre de trola a veces le digo y se enoja. Linda la turrita. La conocí en una de esas tardes de café y pensamientos. Buenas tetas. Buenas gambas. Buen culo. Pero, como ya te has dado cuenta, la cosa no da más que para la cama. El amor se fue. Y si hago una lectura más profunda, creo que ya ni para eso. Separada, un pibe. El marido, un loquito. Dicen que siempre anda calzado y depresivo. Una combinación fatal que cada día que pasa estoy menos convencido de seguir bancándome. Y yo ya no tengo más ganas de meterme en quilombos. ¿Seguís con la literatura, Dani?
Literatura, pensó Daniel. Qué mierda iba a comer con la literatura.
-No, laburo de analista de costos en una multinacional.
-¡¿Qué?! Me estás jodiendo. ¿Vos con los números? ¿Te acordás cuando jugábamos a la escoba y tardabas mil años para levantar tres cartas chotas?
-La misma impresión tienen mis jefes cuando bajan de casa matriz. Se quieren morir. En las caras se les dibuja una mueca grotesca. Los números de nuestra empresa en manos de un traductor, se preguntan entre sorprendidos y aterrorizados. Después, cuando ven que no hago tantas cagadas, o muchas menos que los técnicos recibidos con honores, y que además no hablo tantas boludeces, se acostumbran y me hacen creer que soy como uno de ellos. Lo llaman “familia”. Te aceptan en esa “familia”. Algo muy selecto y verticalista. Un honor para todos aquellos que como yo recién empiezan. Y te invitan a fiestas, a jugar al tenis en el club de la empresa, y te podés bañar junto a los más selectos ejecutivos. Una pedorrada patética. A veces me siento como una puta.
-¿Y cómo se te ocurrió meterte ahí?
-Es que cuando decidí casarme con Marcia no me quedó otro camino que encontrar un buen trabajo. Y suerte que me lo encontraron después de dar mil vueltas. Experiencia, experiencia y experiencia. Todos buscaban experiencia. Un día, en una entrevista, una mina me infló tanto que le dije: ¿Experiencia? Sí, un montón. Para hacerme la paja. Me dijo de todo. Al salir de allí lo primero que hice fue reírme a carcajadas. Después, se me vino la noche. Nunca me sentí peor. Vos sabés que me recibí en el 83. Me costó un huevo y medio. Me acostaron más de una vez en las materias que sabía. Todo era distinto, despersonalizado. Mi viejo, como es habitual en él, me advirtió que con eso me iba a cagar de hambre, que tenía que seguir otra carrera. Abogado, por ejemplo. Después me sugirió odontología. El tema es que yo no quería seguir otra cosa. Y al final, mi viejo tuvo razón. Siempre tiene razón –se quedó mirando el techo, como perdido-. En definitiva, llegué a hacer cuatro traducciones: por dos me pagaron tres mangos que, encima, tuve que compartir con dos vagos más de la facultad, la tercera no me la quisieron pagar porque no sé qué pelanga y la última jamás la vinieron a buscar. La tengo guardada de recuerdo. Yo tengo la manía de guardar todo para mañana. En fin, un desastre total. Ahí comenzó a venírseme la moral al piso. Con el tiempo conseguí una vacante en una empresa que subtitulaba películas, en Capital. Me tomaron un examen de traducción simultánea con Carrozas de Fuego, ¿te acordás de esa película, la que todos corren como boludos? Estuve sentado dos horas y media en un banquito que apenas me cabía el culo. Cada vez que recuerdo o me nombran esa película tengo ganas de vomitar. Resultaron ser una manga de negreros. ¡Que hijos de puta! Duré un día. Ni siquiera avisé para decir que no iba a ir más. Apenas salí de esa cueva de delincuentes, me fui a deambular por el centro. Estaba como perdido. Perdido en medio de toda esa gente desconocida. Me acuerdo que entré a un bar y traté de comunicarme con Marcia. Necesitaba verla. Sentirla cerca, nada más. Desde el baño salía un olor a meada infernal. Meada de años. Hasta me levantó fiebre toda esa situación. De ahí en más viví como angustiado. Todos los ideales de juventud se me estaban viniendo a pique. Todas esas ideas baratas de querer escribir algo genial, de trascendencia, se me estaban desarmando ante los ojos. Todos mis papeles se pusieron amarillos. Cuando me casé, armé mi estudio en la habitación que mira hacia el río como un intento de recuperar esa vitalidad, esa vocación. Puse una mesa como escritorio, limpié la Lettera 22 toda una tarde con meticulosa dedicación, Marcia me regaló una hermosa lámpara de mesa, armé la biblioteca... Nunca pude escribir una puta línea. Eso fue el final. Ahí fue el momento exacto donde se acabó todo. No me quedó otro camino que someterme al sistema. Pero estoy bien. Me pagan bien. A las cuatro y media estoy en casa. Me siento en mi sillón y miro tele mientras tomo mate, como biscochitos de grasa y engordo como un cerdo. No me falta nada. Estoy totalmente aburguesado. Y lo que es peor, me gusta. Ya no soy el que fui, pero eso ya no me importa. Me acostumbré. ¿Pero por qué no hablamos de aquel pasado cuando creíamos que la vida nos sonreía?
La conversación avanzó y las imágenes de aquella época compartida fueron ganando espacio hasta que la pregunta cayó casi tan inconsciente y natural como un plomo al aire debe caer después de abandonar su cápsula.
-¿Y si vamos de Santoro? –invitó Abelardo, para sorpresa de Daniel, que justo apuraba el fondo de su trago, mientras que gestaba la intención de prepararse otro. Abelardo, el de las hormigas en el traste.
Daniel sintió algo.
Una descarga, pequeña, en el cerebro. No estaba seguro de querer ir. Una cosa era recordar, con un fernet, con un cigarrillo francés grueso como una tiza, con cierta nostalgia y olvido, o, mejor dicho, perdón, y otra cosa era querer revivir, querer resucitar, parcialmente, lo que ya no existía. Porque eso fue lo que intuyó Daniel en Abelardo, muy en el fondo: una pérdida y la inconsciente y mórbida necesidad de rever el cadáver.
Dale, vamos, insistió Abelardo. Daniel se esforzó, pero lentamente sus excusas y su dubitación se hicieron añicos.
Nuestros fantasmas están siempre prestos a retornar, más allá de los gustos personales.
-Está bien, vamos. Pero no quiero llegar tarde –aclaró-, porque a las ocho quiero ver a la Selección.
Después se fue hasta el teléfono y le explicó a Marcia quién había venido y a dónde pensaba ir.
-Te acordás que los otros días estábamos hablando de él...
Bajaron. Esteban seguía refrescándose las nalgas, mientras saboreaba un cigarrillo.
-Linda máquina, jefe –ponderó el cordobés con esa tonadita que no se le iba a pesar de los años -. ¿No lo vende?
-¡Ni loco! –le respondió Abelardo.
El fitito azul metalizado puso una marcha atrás tan cortita como innecesaria, primera rabiosa y rumbeó a toda máquina para el Oeste.
La mente de Daniel, vaya uno a saber dónde.