novela de Mario Gallo por entregas

jueves, 5 de marzo de 2009

4. Hola... ¿Está Daniel?

Cuando el portero eléctrico sonó, pensó en Esteban, el encargado. Esteban siempre acostumbraba romperle las pelotas los sábados por la mañana con alguna pregunta. Preguntas sin sentido, la mayoría de las veces. Cualquier cosa. Esteban, con sus pestañas largas, negras y arqueadas, se la pasaba sentado en los escalones de la entrada del edificio, mirando pasar los autos, que ciertamente eran pocos. Hacía sus cosas bien temprano y rapidito y después quemaba el tiempo mirando autos, o la nada, enfrascado, a lo mejor, en recuerdos pueblerinos, recuerdos con sabor a semillitas de piquillín o tala, hasta que lo asaltaba alguna cuestión y su dedo índice no dudaba en chocarse certeramente con el timbre del departamento de Daniel. Más allá de este detalle minúsculo, si se quiere, llamado “Esteban el encargado”, el barrio era tranquilo. Daniel decía que se parecía bastante a su barrio, su barrio de soltero. El barrio de los potreritos y los barriletes, el de las viejas intolerantes ante la trouppe de ciclistas decididos a embarrar las veredas recién baldeadas, el de los quinotos, nísperos y mandarinas robadas a granel a la hora de la siesta para luego saltar tapiales con calidad de atletas olímpicos. Barrio de casas bajas, jardines al frente y aroma a fresias o madreselva. Al menos donde vivía él. O, mejor dicho, donde vivió él. Todavía no se acostumbraba a usar el pasado terminante y demoledor. Pero en su barrio de casas bajas no existía un mamotreto como éste, su nuevo hogar. Aún no. Y aquí tampoco podría haber existido un mamotreto así de no haber mediado, cosa que era vox populi en charlas furtivas, alguna que otra moneda en la muni. Porque seguramente eso fue lo que pasó. Pero la gente aún no se atrevía a decir, por esos tiempos, las cosas en voz alta. No como ahora. La gente susurraba lo más bajo posible sus subversivos pensamientos. Y no era para menos. El pasado estaba muy cerca. Muy caliente todavía. Tan caliente que no se dignaba a ser pasado. No muy alto el mamotreto: 8 pisos, nada más. Pero lo suficientemente alto como para romper con la armonía de años y años. Armonía que Daniel jamás conoció, pero que se imaginaba. Marcia se lo había contado. Y Marcia, cuando contaba, tenía el don de hacerle ver a Daniel lo que ella quisiera. La mosca en la sopa o el grano en el culo. Según su intolerancia mental, querido lector, se lo permita. La gente ya se había acostumbrado. Por su parte Esteban le contó que al principio la gente puteó y reputeó, y se preguntó, tarde: cómo, quién, entre otras cosas. La gente, sentenció Daniel, es sistemáticamente boluda. La gente no puede hacer dos cosas a la vez. La gente no puede manejar su vida y controlar a los sátrapas que vota en las listas sábanas, y que continúan y continuarán engañándola por el bien de la República. Acto seguido, sin que nos demos cuenta, en silencio y con la luz prendida, el Honorable Consejo Deliberante delibera, como debe ser, fundamenta en la voz de algún tilingo doctor o carbonero, como debe ser, vota unánimemente por la re-zonificación, como debe ser, aplauden, como debe ser, y cada uno de sus integrantes se va derechito a su casa a sacar cuentas personales para el futuro. Acto seguido, sin que ninguno de nosotros se dé cuenta, en silencio y con la luz prendida, aparecen las moscas en la sopa, los granos en el culo o los mamotretos rompedores de la ancestral armonía visual, de la nada, como hongos luego de la lluvia gentil. Y por ahí, a modo de justificación, como queriendo deslindar responsabilidades, o como aceptando sumisamente lo irremediable, a alguno se le escapa el argentinísimo razonamiento irreflexivo que decreta que, al menos, estamos en democracia.

-¿Sí? –preguntó con desgano, mientras elaboraba rápidamente una excusa para sacarse al pesado de Esteban de encima.

-Hola... ¿Está Daniel?

Esa voz. Pensó que por un momento el tiempo y el espacio se habían trastocado. Pero si justo ayer o antes de ayer le contaba a Marcia las peripecias junto a ese secuaz y se había preguntado también qué sería de él en ese preciso instante. Pero Daniel hacía tiempo que no creía en las coincidencias, ni en el azar, ni en nada donde no interviniese lo netamente calculable. Las cosas para él ya no pasaban porque sí. En algún lado todo estaba escrito. Lo que él decía estaba escrito para que él lo dijese. Quien pronunciaba su nombre en ese preciso momento, lo pronunciaba porque estaba escrito de antemano que ese sábado y no otro debía pronunciarlo en ese portero eléctrico y no otro después de apretar el botón que indicaba séptimo “A”, su aún flamante departamento de casado.

Y con ese simple “hola está Daniel”, esa mañana de sábado que implacablemente pronosticaba ser monótona como todas las mañanas de sábado de su actual existencia, se sometió, no a la voluntad del hombre, sino a la voluntad terminante del Libro de Dios.

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