novela de Mario Gallo por entregas

miércoles, 4 de marzo de 2009

5. Un fitito azul metalizado

A la salida del ascensor, el reencuentro los unió en un abrazo silencioso.
Dos viejos amigos rompían el olvido y la distancia con un simple abrazo, prolongado, sin patetismo.
Diez años de tiempo cronológico.
Diez años desde aquel día tan esperado, aquel día marcado con un gran círculo rojo en un almanaque.
Daniel hoy guarda celoso ese almanaque en la mesa de luz de su habitación en la casa paterna. No es un almanaque cualquiera: es el almanaque que estaba pegado en una pared de la oficina de Control Terrestre y que servía de cuenta regresiva y diario "íntimo" al mismo tiempo en esa lejana época de colimba.
En varias ocasiones, Daniel, recostado en su cama de soltero, testigo privilegiado de sus sueños y de sus pesadillas, de los pensamientos más pueriles y de los más obscenos, de las lecturas prohibidas y de los toqueteos complementarios a esas lecturas prohibidas, de los sacudoncitos eléctricos que contrajeron los músculos de todo su cuerpo al delinear la dual redondez de los pechos de Marita, mientras que las lenguas de ambos se entrelazaban y retorcían dando la formidable impresión de estar apareándose, rescató del abandono, de la oscuridad y el húmedo frío contenido en la mesa de luz de su habitación en la casa paterna, ese almanaque, y observó y constató con sorpresa, que ciertas anotaciones, ciertos garabatos, ciertas frases alocadas o no, parecían tan incomprensibles e indescifrables como ajenas, como si estuviesen más allá de las personas que pudieron haber hecho de ese papel un modesto medio para comunicarle al presente, o al futuro, sensaciones, frustraciones o simplemente algún que otro deseo. Parece mentira como algo en principio sin valor, con el tiempo, al menos para uno, pueda convertirse en un invaluable tesoro con sólo haber registrado un pedazo de existencia común.
Diez años de tiempo cronológico. ¿Cuánto del otro tiempo donde los relojes no tienen cabida y se derriten sin pena ni gloria?
Se apartaron un instante para observar los estragos en sus respectivas humanidades.
Abelardo: el pelo más largo y rubio que nunca. La voz más gruesa por la rutina del faso negro, a lo mejor, incrementada. Las patas de gallo en franco desarrollo.
Daniel: patillas, bigote y, por qué no, algunos kilos de más que delataban y acentuaban su reconocida predilección por el buen comer y, sobre todo, el buen chupar.
Sin embargo, se podría decir que, al menos daba la impresión, las carrocerías podían seguir dando pelea.
Entraron.
El comedor, en semipenumbra.
Daniel sirvió algo para tomar y Abelardo le ofreció un cigarrillo. El alcohol entonó los gargueros y encharcó los estómagos de a poco; el humo se estancó en el ambiente y se hizo más serpenteante en el rayo de sol que se colaba por una varilla rota de la persiana plástica.
Diez años de tiempo cronológico. ¿Cuánto del otro tiempo donde los relojes no tienen cabida y se derriten sin pena ni gloria?
Hablaron.
Hablaron de sus vidas actuales.
De sus carreras.
De sus proyectos.
De sus mujeres.
De líderes.
Del presente.
De la familia.
De cómo pasa el tiempo.
Daniel recordó que cuando ese día, el de la baja, se transformó en un hecho concreto, lo último que compartieron fue esa sensación volcánica, casi bestial, de querer tirar todo por la ventana. Desprenderse, distanciarse de esa carga inútil. Estaban hartos. Estaban sedientos. Como fieras. O como ratas. Mandar a la mierda todo eso era lo que más deseaban. La libertad, como la salud, sólo se aprecia cuando se pierde. Al principio, coincidieron en que, de regreso a sus antiguos mundos, no habían sabido cómo aprovechar ese tiempo añorado y nuevo con la pasión con que lo habían cargado en esos planes meticulosamente pergeñados, casi en medio de ensoñaciones. Y ahora qué, pudo haber sido la pregunta natural. Sin embargo, ese momento significó reencontrarse con el bastión arrebatado y, todo lo demás, un recuerdo, vidrioso y traicionero. Tan vidrioso y tan traicionero como todo recuerdo.
-Llamé a tu casa y tu vieja me dio la dirección –explicó Abelardo-. Te juro que no lo podía creer cuando me dijo que te habías casado. Estuvimos charlando más de media hora. Se acordaba de las milanesas con ensalada de papa y cebolla que llevaba de tanto en tanto para almorzar allá en Control. Mi madre se ponía muy contenta cuando le contaba que a vos te gustaban tanto. Mirá a Danielito casado... Es de no creer. Y me parece que ella tampoco lo cree después de... ¿tres años?
-Sí, tres años. Y la verdad es que estoy feliz. Y mi vieja es una rompe pelotas. Pero está todo bien. Ella en su casa y yo en la mía. Casarme fue una buena elección. De lo contrario, hubiese enloquecido en mi casa. ¿Y vos?
Abelardo apuró el resto del fernet antes de contestar.
-No, Macho. Yo estoy bien así. Al menos por ahora –y decía esto mientras encendía otro cigarrillo y con el dedo índice apuntaba al interior del vaso requiriendo otra vuelta. Después continuó.
-Me recibí de ingeniero electrónico como quería mi viejo, y tengo unas canchas de paddle con un socio que funcionan bastante bien como quise siempre yo. Voy, miro, hago algunos sociales, junto la guita y me las pico. Me meto en algún bar perdido en la ciudad a tomar algo mientras pienso. Acá en esta Argentina, hay que estar siempre pensando para no llevarse sorpresas desagradables. Hoy es el paddle, mañana qué sé yo. Acá en esta Argentina, el presente se desmorona a cada segundo. A veces me quedo un rato más charlando con alguna que otra “viejita” a la que el marido no le da más bola. Y a veces con esas viejitas hago un poquito más que charlar –y se rió con ganas-. También salgo con una pendeja modernosa desde hace dos años. Bárbara se llama. Nombre de trola a veces le digo y se enoja. Linda la turrita. La conocí en una de esas tardes de café y pensamientos. Buenas tetas. Buenas gambas. Buen culo. Pero, como ya te has dado cuenta, la cosa no da más que para la cama. El amor se fue. Y si hago una lectura más profunda, creo que ya ni para eso. Separada, un pibe. El marido, un loquito. Dicen que siempre anda calzado y depresivo. Una combinación fatal que cada día que pasa estoy menos convencido de seguir bancándome. Y yo ya no tengo más ganas de meterme en quilombos. ¿Seguís con la literatura, Dani?
Literatura, pensó Daniel. Qué mierda iba a comer con la literatura.
-No, laburo de analista de costos en una multinacional.
-¡¿Qué?! Me estás jodiendo. ¿Vos con los números? ¿Te acordás cuando jugábamos a la escoba y tardabas mil años para levantar tres cartas chotas?
-La misma impresión tienen mis jefes cuando bajan de casa matriz. Se quieren morir. En las caras se les dibuja una mueca grotesca. Los números de nuestra empresa en manos de un traductor, se preguntan entre sorprendidos y aterrorizados. Después, cuando ven que no hago tantas cagadas, o muchas menos que los técnicos recibidos con honores, y que además no hablo tantas boludeces, se acostumbran y me hacen creer que soy como uno de ellos. Lo llaman “familia”. Te aceptan en esa “familia”. Algo muy selecto y verticalista. Un honor para todos aquellos que como yo recién empiezan. Y te invitan a fiestas, a jugar al tenis en el club de la empresa, y te podés bañar junto a los más selectos ejecutivos. Una pedorrada patética. A veces me siento como una puta.
-¿Y cómo se te ocurrió meterte ahí?
-Es que cuando decidí casarme con Marcia no me quedó otro camino que encontrar un buen trabajo. Y suerte que me lo encontraron después de dar mil vueltas. Experiencia, experiencia y experiencia. Todos buscaban experiencia. Un día, en una entrevista, una mina me infló tanto que le dije: ¿Experiencia? Sí, un montón. Para hacerme la paja. Me dijo de todo. Al salir de allí lo primero que hice fue reírme a carcajadas. Después, se me vino la noche. Nunca me sentí peor. Vos sabés que me recibí en el 83. Me costó un huevo y medio. Me acostaron más de una vez en las materias que sabía. Todo era distinto, despersonalizado. Mi viejo, como es habitual en él, me advirtió que con eso me iba a cagar de hambre, que tenía que seguir otra carrera. Abogado, por ejemplo. Después me sugirió odontología. El tema es que yo no quería seguir otra cosa. Y al final, mi viejo tuvo razón. Siempre tiene razón –se quedó mirando el techo, como perdido-. En definitiva, llegué a hacer cuatro traducciones: por dos me pagaron tres mangos que, encima, tuve que compartir con dos vagos más de la facultad, la tercera no me la quisieron pagar porque no sé qué pelanga y la última jamás la vinieron a buscar. La tengo guardada de recuerdo. Yo tengo la manía de guardar todo para mañana. En fin, un desastre total. Ahí comenzó a venírseme la moral al piso. Con el tiempo conseguí una vacante en una empresa que subtitulaba películas, en Capital. Me tomaron un examen de traducción simultánea con Carrozas de Fuego, ¿te acordás de esa película, la que todos corren como boludos? Estuve sentado dos horas y media en un banquito que apenas me cabía el culo. Cada vez que recuerdo o me nombran esa película tengo ganas de vomitar. Resultaron ser una manga de negreros. ¡Que hijos de puta! Duré un día. Ni siquiera avisé para decir que no iba a ir más. Apenas salí de esa cueva de delincuentes, me fui a deambular por el centro. Estaba como perdido. Perdido en medio de toda esa gente desconocida. Me acuerdo que entré a un bar y traté de comunicarme con Marcia. Necesitaba verla. Sentirla cerca, nada más. Desde el baño salía un olor a meada infernal. Meada de años. Hasta me levantó fiebre toda esa situación. De ahí en más viví como angustiado. Todos los ideales de juventud se me estaban viniendo a pique. Todas esas ideas baratas de querer escribir algo genial, de trascendencia, se me estaban desarmando ante los ojos. Todos mis papeles se pusieron amarillos. Cuando me casé, armé mi estudio en la habitación que mira hacia el río como un intento de recuperar esa vitalidad, esa vocación. Puse una mesa como escritorio, limpié la Lettera 22 toda una tarde con meticulosa dedicación, Marcia me regaló una hermosa lámpara de mesa, armé la biblioteca... Nunca pude escribir una puta línea. Eso fue el final. Ahí fue el momento exacto donde se acabó todo. No me quedó otro camino que someterme al sistema. Pero estoy bien. Me pagan bien. A las cuatro y media estoy en casa. Me siento en mi sillón y miro tele mientras tomo mate, como biscochitos de grasa y engordo como un cerdo. No me falta nada. Estoy totalmente aburguesado. Y lo que es peor, me gusta. Ya no soy el que fui, pero eso ya no me importa. Me acostumbré. ¿Pero por qué no hablamos de aquel pasado cuando creíamos que la vida nos sonreía?
La conversación avanzó y las imágenes de aquella época compartida fueron ganando espacio hasta que la pregunta cayó casi tan inconsciente y natural como un plomo al aire debe caer después de abandonar su cápsula.
-¿Y si vamos de Santoro? –invitó Abelardo, para sorpresa de Daniel, que justo apuraba el fondo de su trago, mientras que gestaba la intención de prepararse otro. Abelardo, el de las hormigas en el traste.
Daniel sintió algo.
Una descarga, pequeña, en el cerebro. No estaba seguro de querer ir. Una cosa era recordar, con un fernet, con un cigarrillo francés grueso como una tiza, con cierta nostalgia y olvido, o, mejor dicho, perdón, y otra cosa era querer revivir, querer resucitar, parcialmente, lo que ya no existía. Porque eso fue lo que intuyó Daniel en Abelardo, muy en el fondo: una pérdida y la inconsciente y mórbida necesidad de rever el cadáver.
Dale, vamos, insistió Abelardo. Daniel se esforzó, pero lentamente sus excusas y su dubitación se hicieron añicos.
Nuestros fantasmas están siempre prestos a retornar, más allá de los gustos personales.
-Está bien, vamos. Pero no quiero llegar tarde –aclaró-, porque a las ocho quiero ver a la Selección.
Después se fue hasta el teléfono y le explicó a Marcia quién había venido y a dónde pensaba ir.
-Te acordás que los otros días estábamos hablando de él...
Bajaron. Esteban seguía refrescándose las nalgas, mientras saboreaba un cigarrillo.
-Linda máquina, jefe –ponderó el cordobés con esa tonadita que no se le iba a pesar de los años -. ¿No lo vende?
-¡Ni loco! –le respondió Abelardo.
El fitito azul metalizado puso una marcha atrás tan cortita como innecesaria, primera rabiosa y rumbeó a toda máquina para el Oeste.
La mente de Daniel, vaya uno a saber dónde.

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